Desde siempre y hasta hace muy poco, la mujer no pintaba nada fuera de
casa. El trabajo era cosa de hombres, la política era cosa de hombres,
la literatura era cosa de hombres. Se encargaba, eso sí, de actividades
muy humanas como la educación, la salud y la alimentación. Excluidas de
cualquier colectivo que no tratara temas domésticos, han desarrollado
habilidades especiales para tratar frente a frente con amigos. Pero sin
salir de casa. La cosa pública, el gobierno de la nación siempre estuvo
en manos de hombres. Era como si el ser humano se midiera por su fuerza
física y el ser sensible fuera una debilidad.
Recientemente hemos dado pasos de gigante en el terreno de la
igualdad, y lo estamos haciendo lentamente, de la manera en que se
consiguen los cambios eficientes y duraderos. Todos y todas estamos
consiguiendo evitar que un feminismo mal entendido pudiera haber
desequilibrado la balanza para compensar tantos siglos de
discriminación, y estamos aprendiendo con ellas a valorar el sufrimiento
de los más desfavorecidos, de manera que los descubrimientos de Darwin
sobre la selección natural de las especies no se cumplan también en el
ser humano, el único animal con uso de razón.
La especial habilidad femenina para la compasión es la que evita que
solo sobreviva el más fuerte, el que pisotea a los débiles hasta su
extinción, el que piensa que hay personas prescindibles porque se cree
con más derechos que ellos, que no atiende a la diversidad, que no ha
nacido para mezclarse con quienes han nacido con peor suerte. Es la que
nos sitúa a solo un paso de darnos cuenta que nuestra felicidad no es
completa si no trabajamos también por la de los demás.
Las personas más comunicativas y empáticas son las que más rápido
asimilan estas grandes lecciones de humanidad, que nos llaman a mejorar
abismalmente la calidad de las relaciones sociales en el ámbito
doméstico. Pero hay un terreno, al que nos referíamos anteriormente, que
todavía está gobernado principalmente por hombres, muchos de los cuales
todavía se rigen por la ley del más fuerte, la de la selección natural
que elimina a los individuos menos competitivos. El terreno de lo
colectivo, el de la coordinación y cooperación entre pueblos a nivel
regional, nacional y universal.
Y es que los avances en materia de telecomunicaciones nos han
acercado a las personas más distantes geográfica, social y
culturalmente. Lo que la globalización abrió para liberalizar los
mercados es una ventana por la que también se intercambian costumbres,
actitudes ante la vida, gustos artísticos y todo tipo de conocimientos.
No tenemos que esperar a que los españoles que hay por el mundo
regresen para contarnos cómo se vive en aquel rincón del planeta. Y
cuando Internet nos permite conocer la realidad de un desconocido cuya
situación precaria puede mejorar si nuestros representantes políticos
mueven la ficha que nosotros elegimos, no tenemos decisión más feliz que
la de pedir justicia y ser solidarios para atender esa necesidad básica
cuanto antes.
Pero nuestra sociedad occidental, el llamado primer mundo por
razones económicas, atraviesa una verdadera crisis de valores por querer
seguir viviendo como hasta ahora cuando nos damos cuenta de que siempre
hemos sido egoístas y avariciosos con los menos desarrollados, por
hacer oídos sordos y mirar para otro lado cuando se violaban derechos y
libertades fundamentales.
Por la misma ventana por la que algunos hombres hacían negocios, más
o menos honestos, nos llega ahora información de lo que ocurre en las
casas de ese otro pueblo lejano. Las penurias domésticas de otras
familias nos son cada vez más cercanas y cotidianas.
Nos hemos apartado del mundo de la política para dejarlo en manos de
unos cuantos hombres y mujeres sin apenas sensibilidad, esa cualidad
que tiene más de sensatez que de sensitividad. Y ahora consiguen nuestra
aprobación lanzando mensajes que satisfacen nuestros instintos más
irracionales, esos que nos alejan de ser humanos, que si bien explican
nuestra naturaleza, no es propio de quien camina erguido regirse solo
por ellos. No nos damos cuenta de que las cosas justas y necesarias no
se consiguen solas, sino que hace falta tener voluntad para llegar hasta
ellas.
Hace unos años leía en el libro El fútbol y las casitas,
de María José Lera (2002), el resultado de un experimento con niños y
niñas que reaccionaban de distinta manera al surgir un problema durante
un juego. Y es que mientras las niñas lo detenían hasta resolver el
conflicto y recuperar la armonía, los niños no se interrumpían y daban
más importancia al juego en sí que a la resolución del problema o al
estado emocional de los otros.
Creo que se llega más lejos cooperando que compitiendo. Y también
creo que es más importante llegar todos a la meta, que perder a un
participante por querer llegar el primero.