domingo, 26 de febrero de 2012

Niebla en los Tajos de la Virgen



Entre el pico Veleta y el refugio Elorrieta, no muy lejos de la estación de esquí de Sierra Nevada, se encuentra una arista hecha de grandes rocas que observa, por encima de los tres mil metros de altura, la vega de Granada al oeste y el barranco del Poqueira en la Alpujarra al este. Es una especie de sierra escarpada que une dos extremos accesibles por senderos, aunque mucho más difícil de abandonar o de interceptar a pie en cualquier zona intermedia sin algo de experiencia en alpinismo. A ambos lados de la arista, llamada Tajos de la Virgen y bien conocida por los asiduos a la alta montaña del Parque, se contemplan a menudo caídas verticales de más de doscientos metros. La dificultad al recorrerla, en ciertos puntos en los que hay que usar pies y manos para avanzar y en otros en los que un breve pasillo aéreo separa la imponente pared de una caída de vértigo, la hace una de las zonas más atractivas del macizo para descargas masivas de adrenalina.

En el verano de 2009 se deshelaron todas las cumbres, dejando así al descubierto muchos secretos a los que el montañero ocasional, sin equipo ni conocimientos para progresar en nieve, tiene acceso. Por eso escogí un viernes cualquiera de septiembre para empezar a reconocer paisajes admirados en fotos y desniveles imaginados en mapas. Para poner la guinda a una visita de varios días en Granada, conduje hasta el albergue universitario, a 2500 metros de altura y a unas dos horas y media a pie de la cima del Veleta, con la intención de hacer una ruta circular sin alejarme mucho de la estación de esquí. Entré en el bar y le pregunté a un guardia civil que allí había si conocía el camino de ida al Tozal del Cartujo y el de vuelta pasando por la arista hacia el Veleta, a lo que me respondió que no habría problema en encontrar el sendero pasando por Radiotelescopio pero que, aunque sabía de su existencia, nunca había recorrido la arista de los Tajos de la Virgen.

Este comentario dio comienzo a la retahíla de momentos románticos no esperados que me tocaría vivir ese día. Solemos avivar previamente nuestras vivencias más esperadas imaginando qué haremos, qué diremos, qué pensaremos y qué sentiremos cuando tenga lugar el acontecimiento que más anhelamos. Sin embargo, es la realidad, con su dureza fría y afilada de roca, con su belleza nueva y silenciosa de viento, con sus colores vivos y mudos que te dejan sin aliento, la que nos trae esos momentos no esperados y nos amarra con más fuerza al presente. El hecho de que allí arriba hubiera alguien que reconociera no haber estado nunca donde yo tenía pensado poner el pie, desató el romanticismo de una aventura en tiempo real que yo estaba empezando a vivir en primera persona.

Eran las diez de la mañana y, según mis cálculos, basados en una breve guía y un buen mapa topográfico del parque, tenía tiempo suficiente para llegar al Cartujo y volver al Veleta sobre las cinco de la tarde. Podría incluso dejar para otro día esta última ascensión si fuera mal de tiempo o de fuerzas al llegar al refugio de la Carihuela, y bajar fácilmente al Albergue. La temperatura era ideal, la del final del verano que todavía está lejos de la primera nevada, así que me puse pantalón corto y camiseta de manga corta, gorra y botas de montaña. Llevaba un bocadillo y botella de litro y medio de agua en la mochila, y un chubasquero y un forro polar para aliviar posibles reveses del clima de alta montaña. Completaba el equipo un par de bastones, a los que me agarré bien fuerte para encaminar mis pasos hacia Borreguiles.

Hasta el monumento a la Virgen de las Nieves puedo decir que no iba solo. Comprobé que, a pesar de ser laborable, había mucha gente subiendo y bajando del Veleta, que se trata de un paseo frecuentado por muchos, apto para todos los niveles y todas las edades. La ruta fue ganando en originalidad cuando me desvié por Borreguiles y subí ladera arriba hasta Radiotelescopio. Allí eran unos cuantos trabajadores quienes me hacían compañía y la presencia de abundantes líneas de telesillas en el paisaje me recordaba que todavía, para bien y para mal, me encontraba en el mundo civilizado.

Acto seguido, con la pared de los Tajos de la Virgen cada vez más cerca y las piernas calientes por la subida, me adentré en el carril que lleva al embalse de Yeguas. El corazón aquí se me empezó a acelerar al contemplar la belleza de los lagunillos, los primeros arroyos, y al presagiar las emociones que experimentaría en breve, a la vista del sendero que ascendía zigzagueante hacia el refugio Elorrieta y mi primer tresmil. Ya no se veían señales de la estación de esquí, la roca desnuda y la pedriza reinaban metro a metro sobre plantas y arbustos hasta su desaparición, dejando a la vista solo el ocre propio de las cumbres.

Llegar al refugio de Elorrieta fue mi primer gran logro, la certeza de que estaba a 3187 metros de altura, la primera vez en mi vida que alcanzaba esa cota, la primera vez que visitaba un refugio de montaña. Un año antes había llegado al refugio natural de Cueva Secreta desde Güéjar-Sierra, recorriendo la Vereda de la Estrella en mi primera visita senderista a Sierra Nevada, de una belleza suprema, por cierto, pero no llega a los 1800 metros y no presenta dificultad o peligro algunos. Allí arriba, camino del Cartujo, podía comprobar la magnitud de las distancias en alta montaña, cómo engañan los ojos cuando no se tiene más referencia que el tamaño de las piedras, la inclinación de las laderas, las sombras o una leve brizna de hierba mecida por el viento. Tras varias horas de paseo, por fin tenía la sensación de estar en la soledad más completa, junto a los Torcales de Dílar, dominando con la vista un amplio campo en el que no se veía huella alguna del ser humano más que el propio refugio en ruinas, arriba en la colina.

El cielo no estaba completamente despejado, lo cual no me permitía disfrutar abiertamente de espléndidas vistas hacia la vega al oeste, decidir si era aquella o no la laguna de Lanjarón al sur, ni identificar en todo momento el Mulhacén al este, en una cuerda de grandes picos en los que, si no eran los techos del parque, al menos algo gordo se cocía. Coronar el Cartujo no me llevó mucho tiempo, pero sí que tuve que echarle bastante valor en un paso aéreo que encontré, no sé si por desconocimiento de una vía menos arriesgada. El viento que arreciaba y las nubes que ensombrecían por momentos la luz del sol me convencieron para volver rápidamente sobre mis pasos hasta el refugio, al que llegué sobre las tres de la tarde.

Suelo llevar a todos lados mi cámara de fotos menos cuando quiero tener mis sentidos alerta, por disfrutar al máximo de una experiencia, y tengo pensado volver al lugar que no voy a fotografiar. Este fue uno de esos días en los que la sed de aventura en tiempo presente pudo con la costumbre de inmortalizar cada momento para la posteridad. Así, cuando contemplaba la posibilidad de almorzar en el refugio y volver ladera abajo hacia la falda de los Tajos de la Virgen por el camino que había traído por la mañana, tuve la valentía de adentrarme solo en la arista, desconocida para mí, con la idea de recorrerla en poco más de una hora y almorzar en terreno seguro, al otro extremo, en el refugio de la Carihuela.

Hasta ese momento ya había vivido un par de clímax que me habrían servido para dar mi excursión por terminada, pero algo me decía que los momentos de belleza más sobrecogedora estaban aun por llegar. Sin sendero visible alguno, me dirigí en primer lugar a un pluviómetro situado a escasos metros del refugio de Elorrieta para progresar desde allí guiado por hitos de piedra, sobre lajas, entre bloques y flanqueado por abismos, a veces a mi izquierda, otras a mi derecha. Contemplé formas caprichosas como la del Fraile de Capileira, sorteé circos de desigual tamaño e inclinación, trepé bloques de roca inmensos como edificios caídos no se sabe hace cuánto tiempo, y superé pasos aéreos donde me expuse, con desanimada excitación, a las mayores sensaciones de vértigo que he vivido hasta la fecha. A veces me animaba pensar cómo se vería todo en invierno, cubierto de nieve, pero desgraciadamente la climatología del presente me sorprendió con otro momento romántico no esperado: la niebla.

De ninguna manera iba a volver sobre mis pasos hacia Elorrieta en busca del camino seguro, por no volver a jugarme el pellejo en las vías tan arriesgadas que acababa de superar. La niebla me impedía avanzar con total seguridad, tanto como retroceder, y tenía que detenerme varios segundos en cada hito para poder descubrir el siguiente, a quizá no más de diez metros. Comprendí en ese momento la utilidad que puede llegar a tener un GPS o hacerse acompañar por una persona que conozca bien el terreno. Solo sabía que mis pasos discurrían por lo alto de la cresta, que tenía un abismo a cada lado y que la niebla no me dejaba ver la profundidad de las caídas, los hitos de piedras que marcaban el camino, ni mucho menos el pico Veleta como última referencia al final de la arista. Solo con paciencia, y a duras penas, la niebla se hacía de vez en cuando menos espesa y dejaba ver el camino y los paisajes de película. Y así, entre el júbilo por ser testigo de semejante maravilla de la naturaleza y la preocupación por no poder ver, en ocasiones, más de diez metros a mi alrededor, fue como llegué a un punto en el que perdí de vista los hitos y el camino, por dar con un balcón insalvable a pie. Rodeé agitado el puntal buscando alguna señal, un paso natural sobre el que progresar, esperé que la niebla se disipara para ver con claridad que estaba muy cerca del final de la arista, pero nada de eso ocurrió.

Atrapado y desorientado traté de buscar una forma de abandonar la cresta hacia la izquierda, en dirección al sendero que había recorrido por la mañana al iniciar la excursión. En cuanto descendiera los doscientos metros que separaban las cimas rocosas del verde prado daría mi aventura por finalizada. No habría completado mi plan inicial pero sí la hazaña más emocionante que jamás comencé. Por eso abandoné la terrible sospecha de estar perdido en cuanto vislumbré los lagunillos de la Virgen entre la niebla. Volví a sonreír con todo mi ser, bajé sin importarme si en vez de escaleras encontraba toboganes, y perdí altura convencido de que éste sería el último gran esfuerzo de aquel día tan largo. Eran las cinco de la tarde. En un par de horas volvería al coche y a la hora de la cena estaría en mi Montilla natal como si nada hubiera pasado.

A pesar de no tener apenas experiencia en montaña y de no conocer las cumbres de Sierra Nevada que acaricié ese día, me precio de tener un aguante superior a la media y una sangre fría capaz de calmar los nervios en los momentos más delicados para no dar ningún paso en falso. Una caída o una herida supondrían grandes contratiempos para un caminante solitario. Me previne también contra la lluvia y el viento, pero fue la niebla lo que me venció. A la orilla de los lagunillos procedí a buscar el sendero de vuelta o algún detalle del terreno por el que recordara haber pasado por la mañana. La niebla, sin embargo, seguía sin permitirme ver a lo lejos ningún rastro del Veleta, de Radiotelescopio, ni de la estación de esquí.

Tras media hora de inspección, reconociendo en el mapa todo lo que me rodeaba, los Tajos de la Virgen a mi derecha, el barranco del río Dílar a mi izquierda, tuve finalmente que aceptar que llevaba más de hora y media sin saber donde estaba. No me quedaban ideas y la esperanza de salir sin ayuda de allí también se esfumó. Calculando que me quedaba hora y media de luz, eché mano de la lista de teléfonos de interés de la guía del parque, llamé sin éxito al Centro Administrativo y, por fin, a la Guardia Civil, para recibir algún tipo de orientación y directrices sobre cómo encontrar el camino sin tener que movilizar al Servicio de Rescate.

- ¿Estás herido? ¿Estás cansado? –me preguntó.
- Estoy bien y por falta de fuerzas no va a ser –y le nombré los lugares geográficos que me rodeaban.
- Pues sigue adelante, no pierdas altura, y en poco tiempo deberás encontrarte con la estación de esquí. Si en una hora no me llamas porque ya la has visto, yo te llamo para saber donde estás y salimos en tu búsqueda.

Nada más colgar sentí la urgencia de andar, avanzar y descubrir qué había detrás de la loma que tenía ante mis ojos. Apreté el paso e inmediatamente sufrí el primer y único resbalón de toda la jornada, lo cual me enseñó algo muy importante: la única forma de salir de allí era manteniendo la calma. Así que me serené y volví a asegurar mis pasos hasta alcanzar la cresta de la loma que separaba una parte del valle de otra. Sin el menor rastro de la estación de esquí, solo otra loma a unos diez minutos de distancia. Caminé sobre prados encharcados, crucé arroyos, me crucé con ciervos y cabras, y al llegar a lo alto de la siguiente loma seguía viendo paredes escarpadas y ni rastro de Radiotelescopio ni de telesillas.

El cansancio empezaba a hacer mella, al igual que la desesperación por que mis esfuerzos no encontraban recompensa. El sol caía ya muy cerca de las paredes que reinaban sobre mí cuando me volvió a llamar el SEREIM para confirmarles que, efectivamente, no encontraba el camino.

- No entiendo como puedes tener niebla si el día está totalmente despejado. ¿Y dices que has visto un par de neveros? Entonces tú tienes que estar al otro lado. Crees que estás en la cara oeste y estás en el este.

¿De verdad estaba tan desorientado? ¿Tan colosal es esta sierra que me tiene tan engañado? En ese momento salieron desde Granada en mi búsqueda, me pidieron que reservara la batería del móvil solo para recibir sus llamadas y que no me moviera, o en todo caso, que no perdiera altura ni cobertura. Planeaban situar un vehículo junto al refugio de la Carihuela, ligeramente más alto que la arista donde me perdí para que yo pudiera verles y oírles desde cualquier punto de la zona, este u oeste de la cresta.

Totalmente rendido y confiado en el buen hacer de los rescatadores, me acurruqué entre dos rocas para resguardarme del viento suave. Me puse el polar y me cubrí como pude el cuerpo con el chubasquero a modo de aislante, incluyendo las piernas, para las que no tenía más abrigo que el pantalón corto con el que salí del piso de mi primo esa misma mañana. La sirena y las luces estresarían a los pobres animalitos del parque por mi culpa. Días antes comentaba a mis amigos de Granada las ganas que tenía de subir a la sierra desde que me estaba aficionando tanto a la montaña, que ya no veo la Alhambra cuando subo al mirador de San Nicolás en el Albaicín, que mis ojos se van directamente al macizo nevado, a los techos, a los verdaderos reyes perpetuos de nuestra geografía. La noche caía y no podría ni indicar mi situación con un objeto reflectante, ni una triste linterna ni un frontal me harían de guía. En casa, mis padres me esperaban esa tarde y me llamaron, como de costumbre, para saber la hora a la que llegaría.

- Estoy en Sierra Nevada. La Guardia Civil viene a buscarme, ya está en camino. Estoy bien. Necesito reservar la batería para hablar con ellos, no me llaméis, por favor.

Recuperé olvidadas oraciones en desuso y recé. Pensé en toda la gente que quiero y deseé hacerles saber que mi conciencia estaba tranquila, que no había empezado en mi vida nada que no pudiera terminar aquella noche. Y lloré.

Aferrado a la ladera, en medio de la nada y a oscuras, percibía las nubes rodando a mi alrededor, el fluir continuo de un arroyo un poco más abajo y la temperatura bajar hasta hacer castañetear mis dientes con violencia. Pensé que valdría la pena salir de allí para contar un día la historia. Mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad cuando empezaron a abrirse claros por los que se filtraron rayos de luna, azulando mi entorno de manera indescriptiblemente bella, – vino con su polisón de nardos pero no me encontró en la fragua.

La siguiente llamada de la Guardia Civil, a las nueve de la noche, fue para comprobar que no había oído sirena ni visto luces de emergencia a pesar de llevar un rato encendidas. El plan A no cumplía de momento su objetivo, por lo que procederían a recorrer los Tajos de la Virgen con linternas para encender una bengala en mitad de la arista. Me pidieron que subiera de nuevo a la cresta, si me quedaban fuerzas, a esa cresta que con tanto alivio abandoné creyendo que volvía al sendero de vuelta al Albergue, a esa cresta que tanta admiración e inquietud me había producido. De noche. A oscuras. Solo, con la luz de la luna.

- ¡Ay, Dios mío, pero si es una pared casi vertical! ¿Cómo voy a hacerlo?
- En línea recta hacia arriba. No camines de costado. Simplemente evita los obstáculos más sobresalientes y escoge la vía que veas más lógica.

El rato que llevaba sentado descansando y el frío terrible que se estaba apoderando de mí, me invitaron a reiniciar con firmeza la ascensión. Muy a menudo desde aquel día recuerdo cada paso que di en mi primer paseo a tres mil metros de altura. El reto de los pasillos de vértigo, la trampa de la niebla, la caída de la noche, la montaña a la luz de la luna y aquella última subida de vuelta a la cresta, fatigado, con frío, sin haber probado bocado en todo el día, racionando el último trago de agua, y a oscuras. Creo que fueron unos cien metros los que subí de una vez aquella noche y que tardé sobre una hora en alcanzar la cima. Apenas sin aire y sin fuerzas, creo que las sacaba del corazón para impulsarme a cada paso. Las piernas elevaban mi cuerpo como si subiera una escalera mientras los brazos aseguraban clavando los bastones para no perder altura a la vez que mis pies resbalaban sobre la pedriza. La leve luz de la luna me daba idea de donde apoyar los pies y donde colocar los bastones.

En medio de la subida, por fin vi a mi derecha la luz de una bengala. Saqué el móvil para llamar y decirles que por fin les veía, que estaba subiendo e iba hacia ellos.

Los últimos metros se hicieron menos dolorosos cuando vi que quedaba poco, aunque no era excusa para dejar de extremar la precaución, resbalar y caer, así que en pocos minutos la subida se hizo cima y me regaló un espectáculo impresionante: la vista de Granada de noche iluminada.

La alegría fue superlativa, me dieron ganas de reír, de gritar, de saltar, de cantar “Granada, tierra soñada por mí”. Me sentía tremendamente afortunado de haber vivido sensaciones tan extremas y de haber conseguido tan bello colofón y un final feliz a mi historia. Proseguí mi camino en dirección al lugar en el que vi encendida la bengala, bendiciendo a cada paso mi suerte, hasta que vi a lo lejos, entre las sombras, un edificio que deduje que sería el refugio de la Carihuela. El destino había querido que completara mi ruta circular de aquella manera.

Sin embargo, cuanto más me acercaba me iba dando cuenta de que me resultaba demasiado familiar –y yo nunca he estado en el de la Carihuela. Se trataba del refugio de Elorrieta. Nunca hasta ese momento me di cuenta de la vuelta que había dado. Volví al mismo punto del que partí a las tres de la tarde ocho horas después. Me había dado un paseo por el lado este de la cresta, pensando que estaba en el oeste, y había vuelto por su falda a Elorrieta para subir por Tajos de los Machos creyendo que me acercaba a la estación de esquí, en sentido opuesto.

Desde allí llamé a la Guardia Civil del SEREIM por última vez para decirles que estaba en Elorrieta, donde les esperé a cubierto para entrar poco a poco en calor y agoté la batería del móvil informando a mi familia de que por fin, además de sano me encontraba a salvo.