Les tenía ganas. Hacía tiempo que no imponía su opinión
sobre la del resto por no gozar del visto bueno de la mayoría. Esta vez tampoco
lo tendría, pero el resultado de las últimas elecciones le hizo creerse con más
poder incluso que responsabilidad y se dispuso a deshacer lo pactado. Sabía que
no iba a ser fácil que aceptaran una medida tan impopular, ya que había muchísima
gente con menos empuje y peor suerte malviviendo a cambio de no hacer nada
heroico por salir de aquella situación. Pero para ello se había armado de toda
la vehemencia de la que fue capaz y se preparó para ponerla al servicio de su
propio interés, y aplicar toda su energía mental, verbal y gestual en su
empeño.
Quizá fue educada para salir de apuros a fuerza de castigos,
refuerzos negativos que espolearan su conciencia más rebelde, y se acostumbró a
avanzar derribando enemigos más que cogiéndose a manos amigas. Quizá fue esta
conducta lo que le animó a apoyar una medida que nadie le había pedido que
apoyara, un giro teatral orientado a remover las conciencias de quienes, en el
fondo, muy en el fondo, quería ayudar. Pero el fin no justifica los medios,
mucho menos cuando estás ahí para cumplir lo pactado con tus representados, y
no para tomar decisiones por tu propia cuenta y a riesgo de los demás.
Por eso rompió a aplaudir como quien sabe que nadie que no gana
dinero por ello lo haría convencido. Por eso asintió con ímpetu mientras
dibujaba repetidas veces un “¡Muy bien!” en su rostro totalmente inconsciente
de que estaba a punto de vivir uno de los momentos más importantes de su
carrera profesional. Y así, cuando la cámara volvió al silencio, mientras nada
en el universo impedía que aquella reforma se llevara a cabo, en vista de que
su magia negra había surtido efecto y no iba a obtener réplica de ninguna
fuerza presente, se relajó, dejó salir la que le quedaba en reserva y sentenció
a los perdedores con un lapidario “¡Que se jodan!”.
En ese momento todas las personas de bien perdieron la poca
fe que les quedaba en sus representantes, pues eran todos lobos y no había pastores,
y ni la que pronunció la frase ni los presentes reconocieron la crucial
importancia que tuvo este hecho revelador. Acto seguido se intentó desviar el
daño, disculparlo por escrito, minimizarlo por reducción al absurdo, pero jamás
se asumió la responsabilidad que ahora viaja desangelada por la oscuridad del
pozo de nuestras conciencias.
Y es que si no psicoanalizamos y cambiamos de rumbo las
consecuencias de aquel acontecimiento, en la tarde noche de aquel jueves once
de julio una nación entera picó billete para un viaje en el que nuestros
políticos no harán bien su trabajo si no “joden” a los ciudadanos y los
ciudadanos no tendremos mejor representante que alguien que no sea experto en “jodernos”.
Es necesario que este gesto sea públicamente condenado por
el total de la sociedad, desde las clases bajas a las altas, para reconocer que
de un castigo sólo se obtienen miedo y humillación, que no hay otro camino para
la paz que la propia paz, que cuando dos compiten siempre hay uno que pierde y
que sólo cuando cooperan todos y todas ganan más.