He dedicado este mes de agosto a recorrer paso a paso la
centenaria ruta que han seguido peregrinos a Compostela movidos por diversos
tipos de fe durante siglos desde la localidad francesa de Saint Jean Pied de
Port, al otro lado de la frontera natural que constituyen los Pirineos entre la
península y el resto de Europa, hasta la que conserva los restos del apóstol
Santiago, discípulo que fue de Jesucristo. He contemplado paisajes de montaña,
llanuras y valles, atravesado tierras preñadas de cultivo agrícolas, ganaderos
y bosques, arrastrado mis zapatos por caminos, asfalto, calles y edificios de
todos los tiempos desde que el ser humano habita en la tierra. He marchado solo
desde mi lugar de nacimiento y vuelvo acompañado de todos los lugares en los
que vivo.
He recibido gratas lecciones de hospitalidad en Navarra, La
Rioja, Burgos, Palencia, León, Lugo y La Coruña, y también de parte de los
lugares de procedencia de todos los peregrinos que he conocido: Italia,
Alemania, Corea, Australia, Estados Unidos, Brasil, Albania, Eslovaquia,
Francia, Bélgica, Holanda, Inglaterra, Irlanda, y también de Valencia,
Alicante, Barcelona, Madrid, Granada, Murcia, Bilbao, Córdoba, Sevilla,
Badajoz.
He vaciado mis pensamientos de los estímulos habituales que
nos llegan a través de la televisión, internet, la prensa, la publicidad, la
música, los temas de conversación cotidianos, el mundo que nos da forma y nos
limita para bien y para mal, y en el que existimos como si fuera el único o no
fuera posible otro mejor. He aprendido que lo imprescindible para ser feliz
puede reducirse a tener comida, techo, cama y buena compañía. Y salud, esto es,
higiene y una actividad diaria en la que realizarse como persona, en equilibrio
de cuerpo y mente. Y también que el resto de posesiones materiales y
ocupaciones mentales que nos rodean y se abren paso a través de nosotros son
formas de ser propias de la sociedad en la que hemos nacido, aceptamos y
cambiamos según nuestro deseo, pero que no necesariamente han de acompañarnos
de por vida.
Lejos quedan, en este momento, las preocupaciones que me
hacían una persona dependiente de mis propias decisiones, cuando parecía que no
era posible tomar otras. Los ruidos que bloqueaban el fluir natural de la
energía que a todos y a todas nos mueve. Y por eso, antes de que la avalancha
de datos sin orden reconfigure mi realidad para devolverme al caos de este
mundo en el que hemos decidido vivir -sí, yo también, porque también quiero ser
feliz en este mundo complejo que hemos heredado-, quiero compartir con vosotros
y vosotras estas líneas que aun bailan en la superficie del estanque de mi
mente, a merced del viento y los elementos, totalmente relajadas como el cuerpo
de un bebé mientras duerme.
La naturaleza rezuma salud, comparte su buen ánimo, contagia su armonía y encuentra su equilibrio más rápidamente en las zonas donde no actúa la mano torpe del hombre. Y así invita al caminante respetuoso a alcanzar la propia paz. La paz del cuerpo se puede conseguir a través del deporte y la actividad física, prestando atención a las diversas señales que nos envía a través de un calambre, una inflamación, una contractura, un dolor, calor, frío, ritmo cardíaco, respiración, un movimiento reflejo. Calentar, estirar, cuidar la alimentación, respetar el descanso, son formas básicas de armonizar con el entorno físico.
La paz de la mente y el alma en el Camino se pueden
alcanzar, entre otras, de dos formas que paso a describir a continuación. Una
es consciente, y es a través de buenos pensamientos y silencio. La de llenar la
mente de buenos pensamientos responde a una lógica casi matemática, pues si no
hay tiempo ni espacio para los malos, que restan, dividen y limitan, los buenos
la llenarán de color e ideas positivas que suman, multiplican y tienden al
infinito. La de poner la mente en blanco en busca del silencio es eficaz porque
es ésta la mejor manera de dejar al alma que hable y podamos escucharla. La
palabra es fuente de malentendidos, el silencio no entiende de contradicciones.
La mente y el alma encuentran su armonía y su equilibrio cuando no están en
conflicto con ninguna de las demás cosas y seres vivos que existen.
Hay otra forma de alcanzar la paz mental, menos consciente
en este caso, o incluso inconsciente, que me gusta por ser una actividad
plenamente social y muy fácil de poner en práctica en cualquier momento y con
personas poco o nada acostumbradas a meditar. Podría describirla como una
conversación sin distracciones ni límite de tiempo. Cuando dos, o más, personas
se conocen por primera vez y empiezan a hablar, es probable que lo hagan sobre
el tiempo, algún tema banal, o incluso personal, pero poco comprometido. Y este
es el caso con la mayoría de las personas con quienes nos relacionamos con
cierta frecuencia. Podemos pasar años hablando del frío, el calor o lo poco que
llueve sin jamás profundizar. Sin embargo, el Camino, o el contacto con la
naturaleza, invitan a más.
Tras romper el hielo en los breves minutos que dura una
conversación banal y adquirir una confianza que, todo hay que decirlo, es fruto
más del contacto visual –los ojos, el espejo del alma- y del lenguaje no verbal
–como la entonación, las pausas, o el lenguaje corporal-, que de lo que
realmente se está hablando, se incorporan al diálogo temas personales, tratados
con más o menos rigor, abiertos a la opinión del interlocutor y susceptibles de
afectar de manera positiva o negativa a la autoestima de los participantes. En
este momento es mucho más importante un adecuado manejo de la sensibilidad y el
tacto, algo más común de lo que creemos, cuando no hay prisa por terminar la
conversación ni las interrupciones dan paso al caos. Y es el punto en el que
nos encontramos habitualmente con multitud de grandes amigos y amigas.
A partir de aquí mi propuesta se basa más en mi propia
experiencia personal que en lo que he podido observar a mi alrededor. Aun así
me gusta destacar ese dulce momento en que dejamos de hablar de lo que ya
sabemos, del mundo o de nosotros, porque no es la primera vez que hablamos de
ello, para pasar a hablar de cosas nuevas, de lo que no sabemos, de algo de lo
que no hemos hablado nunca con nadie, pero nos interesa en ese momento, y suele
ser fruto de una confianza mutua inquebrantable.
Aunque también puede dar paso directamente a las pausas
largas, al silencio, a ese silencio cuya búsqueda antes describía por el método
consciente, el que deja hablar al alma. Y pueden ser pausas de varios segundos,
o incluso minutos, no interrumpidas ni apremiadas por el tiempo en una caminata
de seis horas por el campo.
Sea como fuere, de manera más o menos consciente, sin duda
invito a participar de este equilibrio y esta sintonía con todo lo que existe,
a los que todos estamos llamados, bien a través de ricas conversaciones con
nuestros amigos, o de momentos de oración, meditación, soledad y, en todos los
casos, de silencio.
Y para ir concluyendo esta reflexión sobre comunicación con
los demás y con nosotros mismos, hago también una última llamada de atención
sobre la comunicación presencial frente a la telemática. Dado que la mayor
riqueza de nuestro mensaje está en el lenguaje no verbal, y éste no se aprecia
por escrito, esforcémonos por encontrar, en la medida de lo posible,
situaciones de comunicación en persona, no a distancia, no a través de
internet, sino cara a cara, y de calidad.
Por cierto, si alguien se ha preguntado qué hay después del
silencio que sigue a una meditación o a una sesuda conversación, os diré que en
ese caso, una vez que hay paz, equilibrio y armonía, mi reacción habitual es la
risa…
Jajaja, tenéis que oírla. Besos y abrazos para todos y
todas.